35. Comienzo

18 de enero de 2021

Unos ojos azules me miran por encima de una mascarilla blanca. Diáfanos, dulces. Rafa, así se llama el enfermero que me atiende, me cuenta sobre los posibles efectos de la radioterapia y los cuidados que debo tener. Tendrá unos cuarenta y pico.

Sonríe, se corrige a sí mismo algo que ha dicho, se le nota nervioso. No creo que sean los nervios de alguien que está haciendo algo por primera vez, sino más bien la timidez sobrevenida que te causa la empatía por la desgracia ajena. Me hace sentir tranquila, en este día que empiezo mi radioterapia. Hablamos sobre yoga y me imagino a este tío bonachón, de un metro ochenta y cinco tratando de hacer asanas complicadas. Me dice que lo dejó, aunque su mujer le dio la lata por ello.

Me da un librito fotocopiado que recoge los cuidados de enfermería para esta parte del tratamiento. Durante la consulta, va marcando con un resaltador las cosas que me aplican. También me muestra en el ordenador imágenes de la zona que me van a irradiar. Sólo me pilla un cachito de pulmón y eso me tranquiliza. He escuchado a alguien decir que se había quedado con el pulmón muy afectado después de la radioterapia.

La consulta termina y Rafa me dice que espere afuera, que ya me volverán a llamar en unos minutos para empezar el tratamiento. Estoy algo nerviosa, pero me entretengo con mensajes de WhatsApp mientras llega mi turno. No tengo que esperar mucho. Un técnico de radiodiagnóstico viene en mi busca. Me pide que me desnude de cintura para arriba. Yo le pregunto si me tengo que quitar la alianza y los pendientes. No hace falta, dice él.

Me desvisto como otras tantas veces, ya no me queda vergüenza ninguna. En estos diez meses me he acostumbrado a quedarme en pelota de cintura para arriba. Me cubro con una bata de papel que sé que pronto me tendré que volver a quitar. Sentada enfrente de una puerta metálica con signos de advertencia por todos lados, espero mi turno. La puerta impone. No sé lo que hay detrás, pero Rafa me comentó de pasada que adentro ponen música para hacer la terapia menos fría. Al poco rato sale una mujer con paso afanado de la cámara blindada a la que ahora me tocará entrar a mi. La mujer sale apurada mientras se sujeta una bata azul como la que cubre mi torso.

Es mi turno. Estoy nerviosa, lo sé porque estoy intentando hacer ejercicios de respiración y me cuesta concentrarme. Esta máquina es diferente a las otras en las que me han hecho pruebas en el pasado. Es marrón con blanco, se irgue en vertical y no tiene anillo. Se llama acelerador lineal. Es un acelerador de partículas, de esos que alguna vez hemos escuchado en las películas de ciencia ficción y que difícilmente entendemos lo que hacen.

Me acuesto en la camilla y sigo a lo mío, tratando de hacer mis ejercicios de respiración.
En mi mente, cuento.

Inspira, tres, dos, uno. Aguanta, tres, dos, uno. Expira, tres, dos, uno. Aguanta…Pero me cuesta concentrarme mientras varios técnicos me acomodan la camilla para que tenga la posición exacta que tenía el día que me hicieron el tatuaje. Me fijo en que la máquina tiene una especie de brazo que termina en una circunferencia que me recuerda mucho el objetivo de una cámara réflex. Supongo que de allí saldrán los rayos que han de quemar y destruir cualquier célula cancerígena que pueda quedar.

Alguien me dice que me quede muy quietecita, yo cierro los ojos cuando el brazo de la máquina se comienza a mover. No me duele nada, estoy nerviosa, pero no me duele nada, no siento nada. Unos pocos minutos y ¡halá! Mi primera sesión de radio ha terminado.

¡Compartir este capítulo!

Recibe el próximo capítulo en tu email