36. La campana de la vida

5 de febrero de 2021
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Espero en una silla frente a mi acelerador lineal de partículas. El mismo que he tenido que visitar sagradamente por las últimas tres semanas para tomar mis sesiones de radioterapia. La puerta está cerrada y una luz roja indica que no es buena idea entrar. Tengo el torso desnudo debajo de una bata azul marino de hospital que hoy finalmente podré tirar a la basura.

A mi derecha está la puerta de salida del servicio. Sé que mi tía y mi mejor amiga me esperan detrás de ella para que toque la campana y celebre que he terminado el tratamiento. Es una puerta doble y por la rendija de en medio puedo ahora ver también a mi Samirah. Cuando nuestras miradas se encuentran, ella se lleva un disgusto, pues quería sorprenderme. Se ha escapado del trabajo porque claro, no podía perderse la celebración de este triunfo que es tan mío como suyo. Yo la tranquilizo con la mirada y le sonrío.

Mientras espero a que la paciente que está dentro del acelerador lineal termine, intento meditar por unos minutos. Quiero estar muy consciente, muy presente en este momento. Quiero sentir y disfrutar que he llegado hasta aquí y que hoy me pongo un paso más cerca de mi recuperación. Quiero tocar la campana con fuerza y sin vergüenza. Qué repique, qué se sienta y qué nos haga vibrar a todos con sus sonidos metálicos.

Pronto la luz del acelerador se pone verde y el técnico pasa dentro. Una mujer sale, abrazada a su bata azul, idéntica a la mía, y me saluda. En estas pocas semanas, todos los que esperamos juntos cada tarde, nos hacemos viejos conocidos. El técnico me llama. Sobre una silla cubierta con papel dejo mi bata. Dos tetas quedan al descubierto, la una más morena que la otra, mucho más. Tan morena como si por descuido, me hubiese quedado un día de agosto tumbada en la arena, a cuarenta grados de temperatura tomando el sol y sin nada de protección.

Algunos días durante estas semanas, sobre todo cuando la teta comenzó a ponerse tan negra, me sentí triste. También sentí un poco de miedo, miedo de que se me ampolle la piel o me aparezcan heridas. La enfermera, que me ve varias veces en la semana, me ha advertido que puede pasar. La piel puede experimentar quemaduras de diverso grado a causa de la radioterapia. Pero cuando estoy así, Samirah me abraza y yo me recuerdo a mi misma que no tiene sentido preocuparme y sufrir por algo que no ha pasado aún. Y como lo único que puedo hacer para prevenir la situación es hidratarme la piel, con mucha disciplina me pongo crema y una mezcla de aceites naturales varias veces al día.

Me toca esperar un poco a que dos técnicos preparen la camilla sobre la que me tengo que echar. Cuando terminan de ponerla en la inclinación exacta, la cubren con papel y me llaman a ella. Yo me tumbo, igual que lo he hecho de lunes a viernes por las pasadas tres semanas.

­–A por la última –Me dice el técnico, un chico joven de mirada amable–.

–A por ella –Le respondo con convicción–.

El técnico me pone una gasa mojada sobre la teta mala, no sin antes advertirme. 

–Voy con lo fresquito.

Me aprieta la gasa sobre la piel para que se ajuste al contorno de la teta. Luego comprueba que las luces láser estén bien ubicadas sobre mi cuerpo, hace algunos cálculos, intercambia números con la otra técnico y se van y me dejan.

Dentro también hay una pequeña luz que se torna roja. Vamos a empezar. El brazo de la máquina comienza a desplazarse y a girar. Hace ruido, pero yo ya estoy acostumbrada. Son quizás unos cuatro minutos lo que tarda. Pronto el brazo vuelve a su posición inicial y sé que hemos acabado. Entran los técnicos, bajan la camilla para que yo me pueda levantar, me quitan la gasa mojada y me desean toda la suerte del mundo.

La enfermera también entra y me dice que me vista y que me venga con ella. Yo obediente le hago caso. Me ve en su consulta. Me entrega un sobre en el que van instrucciones para el enfermero del centro de salud de mi casa por si se complica la situación de mi piel. Me advierte que los efectos de la radio son acumulativos y que durante las próximas tres semanas, aunque ya no esté recibiendo la terapia, la piel puede ir a peor.

La enfermera es una mujer de pelo cano, corto. Tiene una mirada dulce y habla a las carreras. A veces me cuesta seguirla. Cuando terminamos, me lleva hasta la consulta de la radióloga, pero no está. Me dice que tengo que esperar afuera sentada y yo hago lo que me dice. Quizás pasan unos cinco minutos y luego aparece la doctora y me llama a su despacho. La doctora me dice que le muestre la teta, y yo así lo hago. Me dice que ya está, que hemos terminado con el tratamiento y que en adelante las visitas de seguimiento debo hacerlas con mi oncólogo en mi hospital de referencia.

­–¿Cómo ha ido el tratamiento, doctora? 

–Este tratamiento ha sido preventivo, usted ya no tiene nada. Es sólo para que no reaparezca.

Terminamos la visita y me voy, sin dejar de pensar en sus palabras. No tengo cáncer. ¡Qué bien suena eso!

Luego me apresuro al reencuentro con mi familia en la sala de espera, que tienen los móviles preparados, listas para filmar el acontecimiento.

Y por un momento somos solo esta campana de bronce y yo. Con todo mi ímpetu la hago sonar de nuevo, por mí, por los míos y por todos los que estamos en este duro viaje.

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