10. Echar a andar

7 de mayo 2020

Aquí estamos, empezando el único viaje que no me gustaría hacer.

Samirah nos conduce a mi primera sesión de quimioterapia. Ha preparado una mochila como las que solemos llevar cuando nos tenemos que subir en un avión: un sándwich para cada una, bebida y algún entremés. ¡Cómo nos gusta viajar!

Este año pensábamos ir a Noruega. Samirah nunca ha estado y yo creo que es uno de los países que uno debe ver alguna vez en la vida. Yo ya he estado en varias partes de Noruega, Oslo y alrededores con mi familia, y en el norte en Tromsø y también en Bergen con Almudena, mi compañera de aventuras. Esta vez, teníamos todo reservado en las islas Lofoten, pero el Covid-19 no nos ha permitido dejar la casa.

Samirah me dice que tal vez para diciembre, ya podemos pensar en un pequeño viaje. Por primera vez en mi vida, me cuesta ver hacia adelante y vivo en el día a día. Quizás eso no sea malo. Muchas veces me ha pasado que si tengo un viaje inminente, yo ya estoy pensando en el que viene después, sin haber incluso disfrutado el actual aún.

Llegamos al hospital primero que mi tía, que últimamente por alguna razón parece que siempre llega tarde. Yo tampoco quiero estar aquí. Pero allí está ella, que siempre está pendiente de mí y que me cuida todo lo que puede. Creo que estas cortas semanas ha llorado más de lo que ha llorado en los últimos dos o tres años.

En el hospital de día nos atienden rápido. Toñi, la enfermera, nos va a dar primero la educación sanitaria sobre mi tratamiento: qué efectos secundarios puedo esperar, a qué le debo prestar atención y, en general, cómo afrontar esto que me va a pasar.

La doctora también entra y me visita. Ya no parece enfadada conmigo, gracias a Dios. Me quiere dar buenas noticias. La gammagrafía ha salido bien, mis huesos no han sido tocados por el cáncer. Toñi, me dice que me aferre a eso, aunque probablemente no sé lo mucho que eso significa. Sí, sí lo sé, en el camino he leído en la página de la American Cancer Society que:

Una vez que el cáncer se ha propagado a los huesos o a otras partes del cuerpo pocas veces se puede curar. Sin embargo, a menudo se puede tratar para reducir, detener o retardar su crecimiento.

Así que sí, son muy buenas noticias.

Me gustaría hacer un inciso aquí, porque mientras escribo esto pienso que tal vez alguien que llegue a leerme se encuentre en esta situación, y no quiero que se tome estas palabras a rajatabla. Ni la American Cancer Society ni yo conocemos su caso particular, así que esto puede no significar nada. Lo mejor es preguntarle de forma abierta al médico, que entiendo que está en la obligación de ser franco con sus pacientes.

Vuelvo a mi conversación con Toñi. Nos pasamos un buen rato hablando sobre el pelo. Se me va a caer y no hay forma de evitarlo. Me da pena mi Samirah que es la que peor lleva este tema. Yo no creo que salga mucho en los próximos meses y no me va a ver mucha gente, pero ella me tiene que contemplar calva, ojerosa y, más adelante, con una única teta todos los días.

Cuando terminamos la educación sanitaria, nos toca ver a la farmacéutica. Es una chica joven, quizás de mi edad, pero yo soy más simpática. Me dan Primperan y corticoides para los dos días siguientes al tratamiento. Le comento que estoy tomando prebióticos y me dice que mejor dejarlos por el riesgo de una posible infección. No se me puede olvidar que ahora soy una paciente inmunodeprimida.

La reunión con la farmacéutica es mucho más breve y pronto hemos terminado. Una auxiliar que conoce a mi tía nos acompaña al lugar en el que ponen el tratamiento. La entrada es un poco misteriosa y el acceso es restringido. Juani, la supervisora del hospital de día, me había explicado que el lugar en el que ponen el tratamiento es una zona limpia, por lo que no debe acceder nadie más que los pacientes y las enfermeras.

Me despido de Samirah y de mi tía. La máscara de papel con la que se cubre Samirah la boca y la nariz, está completamente mojada. Mi tía llora un poco menos. La mira con pena, la llama “pobrecita”, y entonces ya las dos están llorando por igual. Yo estoy tranquila. Me toca la silla número 6 en este primer vuelo de mi viaje transatlántico.

Lo que sigue no es tan malo. Me cogen la vía. Primero empiezan por las manos porque la quimioterapia deteriora las venas. Más adelante en el tratamiento, tendrán que ir subiendo al antebrazo y si no funciona, al pecho. Silvia, la enfermera, que también ha trabajado con mi tía, es buena y atenta conmigo. Me explica que primero han de ponerme medicina para el mareo, las náuseas y demás. Eso termina rápido. Me quedan dos bolsas colgando. Una es más o menos grande y la otra es más pequeñita y tiene un líquido rojo o de un naranja rojizo. Ya me han explicado que ese medicamento me teñirá la orina por las próximas horas. 

Empezamos con el rojo. También me han advertido que tengo que avisarles de cualquier cosa que note. Poco después de que el líquido rojo empieza a entrar en mi vena, un leve sarpullido comienza a demarcar el camino de la vena hacia la parte superior del antebrazo. Me pica un poco, pero nada que no pueda soportar. Se lo digo a Silvia y decide que me para el tratamiento hasta que se me vaya la erupción. 

Tendremos que repetir el procedimiento tres veces más hasta por fin vaciar la pequeña bolsa. Entremedias, voy unas pocas veces al baño y mi orina ya está naranja. Se lo comento a la enfermera que me dice que eso es bueno porque significa que mis riñones trabajan bien. Una vez terminamos con la Doxorrubicina, viene la tercera parte, la bolsa más grande rellena de un líquido cristalino -la Ciclofosfamida -, que me conectan a la bomba. Esta parte va rápido y pronto habremos terminado a pesar de que de esta medicina me ponen más cantidad. 

Aunque normalmente el tratamiento suele tardar unas dos horas, debido a la reacción que tuve con la Doxorrubicina, mi primera sesión tardó cerca de tres horas. No fue doloroso en absoluto, ni traumático, así que me encuentro bastante positiva.

Mientras Silvia me quita la vía, hablamos del tema del pelo y una chica interrumpe para darme ánimos desde otro sillón. Tiene veintiséis años. Un cáncer de estómago y una niña de un año. Siempre que escucho historias de otras personas, comprendo que mi cruz es pesada, pero la de otros lo es más. La chica irradia la chulería de la juventud que ni el cáncer puede arrebatar, me dice que el pelo es pelo, que no me preocupe y que de esto se sale. Me muestra la enorme cicatriz que le divide de forma vertical su abdomen. Me cuenta que su quimio es preventiva y que ya solo le quedan dos ciclos. Lleva ocho meses en este infierno pero da gusto verla comer aunque le han quitado buena parte del estómago. La vida es más fuerte que cualquier cosa y se abre paso entre nuestras flaquezas para hacernos continuar. Me gustaría quedarme hablando más con ella, pero afuera me esperan las mías, así que le digo que espero muy pronto no volver a verla aquí en el hospital, le doy las gracias por sus palabras y me marcho.

Después de la sesión, creo que las tres estamos un poco más positivas. No sé qué nos esperábamos exactamente, pero no ha sido tan malo. Yo me siento bien físicamente y eso me pone contenta.

Cuando llegamos a casa, como con alegría un pollo que me había preparado mi tía. ¡Al final no era para tanto! Pienso para mí misma. Luego me voy al supermercado, con una mascarilla FFP2 y una higiénica encima. Ahora tengo que estar más protegida. Básicamente quiero comprar algunos productos frescos. Samirah también se va a un súper distinto a hacer el grueso de la compra. Ella no está muy de acuerdo con que yo vaya al súper, pero como me siento bien, nadie puede detenerme.

Entre los pasillos del supermercado ya comienzo a arrepentirme de no haberle hecho caso a Samirah y quedarme en casa. Algo no va bien con mi estomago que se queja. Me arrepiento también de haberme comido el pollo de mi tía.

No recuerdo qué enfermera me dijo que la quimio es como un embarazo. Cada persona lo experimenta diferente. A algunas les da duro los primeros días del ciclo, otras experimentan sólo algunos síntomas. 

Tres horas después del primer chute de quimioterapia, me comencé a sentir mal. Lo que peor llevo es la náusea. Los olores se agudizan y no puedo con ellos. También tengo mal cuerpo en general y me siento débil. La sensación es similar a la de una gripe. Samirah me vigila la temperatura, pues si tengo fiebre de más de 38 grados debemos irnos a urgencias. El resto del día y hasta la mañana siguiente, lo paso en la cama.

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