25. Everest

30 de septiembre de 2020
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Hoy es un día importante para mi. Mensajes de WhatsApp se encolan esperando respuesta. Mucha gente se ha acordado de mí. 

El pasado 5 de mayo la oncóloga me informó sobre el largo camino que me esperaba: seis meses de quimioterapia, cirugía, nueve meses de anticuerpos y cinco años de terapia hormonal. Pero la peor parte, siempre me han dicho que es la quimioterapia. Quizás por eso, a la salida del servicio de oncología hay una campana que los pacientes hacen sonar cuando terminan la quimio.

Hoy es el día de hacer sonar la campana para mí. Hoy termino la quimio, seis meses de los que ahora vosotros habéis sido testigos.

Al llegar a la consulta de la doctora me sorprendo, porque no está mi doctora habitual. Me hubiera gustado verla hoy en este cierre de ciclo. La nueva doc, me explica lo que sigue. El 8 de octubre me harán una resonancia magnética de control, para ver cómo ha avanzado el tratamiento. Luego me verán los ginecólogos y cirujanos que me operarán alrededor de seis semanas a partir de hoy. Una vez operada, y con los resultados de la cirugía, seguramente mi tratamiento pueda surtir algún cambio. Quizás requiera radioterapia.

Conforme me acercaba al último ciclo de quimio, un pensamiento ha estado frecuentándome. ¿Qué pasa si deciden que necesito quimioterapia adyuvante o lo que es lo mismo, quimioterapia después de la cirugía? Una de las lecciones que he aprendido en estos meses es que uno no se puede quedar con dudas porque las dudas prestan más visitas de las que son necesarias y atormentan, así que decido preguntar.

–Doctora, ¿es posible que requiera quimioterapia después de la cirugía?

La doctora me explica que efectivamente es una posibilidad. Las buenas noticias es que es una quimioterapia que se tolera mejor y que no es ninguno de los tratamientos que he recibido en la actualidad. También me dice que hasta después de la cirugía y un comité que le sucede, no sabremos lo que va a pasar.

Será lo que será. No puedo estar preocupándome por un evento que no sé siquiera si va o no a tener lugar.

La cita termina rápido, después de repasar los efectos secundarios de mi séptimo ciclo de quimioterapia. Además de los que ya conocéis, mis ojos no paran de llorar de forma involuntaria, reacciones en la piel de la cara y de las manos y pulsaciones elevadas en reposo. Nada fuera de lo normal aparentemente.

En el pasillo me encuentro con mis compis de batalla, Pilar y Begoña. También está en la cola, a espera del tratamiento, una chica muy joven, mucho menor que yo, y su madre a quienes he visto en anteriores ocasiones. Hoy me he enterado que la niña se llama Claudia. Es extraño, pero los que pasamos por esto y sólo nos vemos cada veintiún días en los pasillos, nos sentimos conectados y compartimos nuestras historias. Nos alegramos del destino de otros, de forma desinteresada, pero también porque nos llenan de esperanza sus pequeñas victorias.

Pilar y Begoña han tenido unos ciclos no muy malos. Ambas me felicitan por mi buen color y se acuerdan de que hoy termino esta fase del tratamiento. Están contentas por mi. Ha sido de hecho Pilar la que me ha informado de que hoy me toca repicar la campana. Mi tía y yo nos sorprendimos, porque pensábamos que la campana se hacía sonar una vez te curas. Pero no, Pilar me aclara que es hoy.

Después de ponerme al día con las colegas y pasar por la farmacia para recibir medicamentos, mi tía, Samirah y yo nos subimos a la cafetería de la quinta planta. Desde allí se puede ver el mar mediterráneo y tomar un poco el sol mientras esperamos a que mi tratamiento esté listo y me enchufe. Esta ha sido nuestra pequeña rutina por los últimos seis meses el día de la quimio.

Tras una media hora o quizás unos cuarenta minutos me llaman para que baje a la tercera planta a que me pongan los medicamentos. Me despido de Samirah y de mi tía con un beso. Esta es la última vez que hacemos esto si son los planes de Dios.

El tratamiento va bien. Normalmente leo emails del trabajo, libros, El País, y lo que encarte. Hoy es diferente, tengo un montón de mensajes por responder y quiero hablar con mis compis de batalla. Quiero pedirles sus teléfonos para asegurarme de que no perdemos contacto. Y así se me va el tiempo. Pilar me cuenta que perdió a su padre de cáncer de estómago, que tiene una niña de 10 años, que la persona que siempre la acompaña es su tía y muchas cosas más. También conozco a una señora, Cristina, que está batallando contra un cáncer de páncreas hace 3 años. Me pongo de pie y me acerco a los sillones de las compis para escucharlas mejor. Fátima escucha en silencio nuestras historias y cuando me voy a volver a sentar en mi sitio, interrumpe mi camino para contarme también un poquito de su historia: cáncer de mama, primero cirugía y ahora quimio. Todas tenemos nuestras historias.

A las cuatro de la tarde termina su Docetaxel Pilar y ya se puede ir, pero me dice que me espera, porque le hace ilusión verme tocar la campana. A mi me hace ilusión también que ella me espere. En mi mente, me imagino que le voy a pedir a Samirah y a mi tía que toquemos la campana las tres juntas porque este Everest lo hemos escalado juntas.

Sobre las 4:30 de la tarde termino el tratamiento. Samirah me espera a la salida de la tercera planta. Tenemos que subir a la cuarta para lo de la campana. Una vez allí, cuando me acerco a la entrada del servicio de oncología, mis ojos comienzan a llorar, pero esta vez porque así lo siento y con una razón más que de peso. No solo Pilar me espera, también mi primo y mis suegros, enfermeras, auxiliares y familiares de otros pacientes. Me acerco a la campana. Me aferro con fuerza a una cuerda verde que cuelga de ella y repico el instrumento dorado con todas mis fuerzas. Por mi, por los que están atravesando por esta situación, por mi familia, por mis amigos, por todos los que nos han acompañado estos seis meses. Tal vez por la fuerza con la que le doy a la campana, la cuerda se desprende. Todos reímos, pero un pensamiento aterrador me atraviesa la mente: ¿será esto un mal signo? No puedo dejar las cosas así, de modo que reengancho la cuerda y me aferro a un alambre que cuelga también de la campana y vuelvo a repicar de nuevo con fuerza. Nuevamente me quedo con cuerda y alambre en la mano. Pero no pasa nada, porque lo único que es real es que hemos escalado este Everest, estamos en la punta y ahora nos toca empezar el descenso. Hoy comienza mi camino a la recuperación.

Tocando la campana
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