Una bata azul marino y unos patucos turquesa me esperan sobre una silla. Un espejo minúsculo, un perchero sujeto a la pared y la silla son la única decoración de un pequeño cuarto que no supera el metro cuadrado.
Me desvisto con parsimonia. Me quito todo menos la doble mascarilla que llevo, cuelgo las prendas en el perchero y me coloco mi nuevo atuendo. La bata debe ir con la abertura por el frente. Mala cosa. Pienso. Me la ato a la cintura y bromeo conmigo misma: sexi.
Luego me siento a esperar a que me llamen para realizarme la resonancia magnética. A través de la puerta cerrada, escucho a dos técnicos de rayos tratando de hacer entrar en razón a un abuelo que acaba de salir de la prueba.
No estoy nerviosa. O no lo sé, tal vez sí. De cualquier manera, es mejor que practique un poco mis ejercicios de respiración. Inhalo y cuento hasta doce, para después dejar el aire salir por mi boca con fuerza.
–¿Estás preparada?
–Sí. –Respondo a la voz de una chica que golpea con los nudillos suavemente la puerta que nos separa–.
La chica abre la puerta. Unos ojos morenos me miran. Es prácticamente lo único que puedo ver de la cara de la técnico de rayos: unos ojos marrones por debajo del flequillo y por encima de una mascarilla quirúrgica. Sé lo que estás pensando, tu mirada me lo dice: que soy muy joven para tener cáncer.
Sigo a la chica hasta una habitación amplia, principalmente ocupada por un aparato similar al que utilizaron en la prueba que me hicieron antes de empezar el tratamiento. Básicamente, la máquina se compone de un anillo o, más bien, de un túnel, por el que se introducirá una camilla. En esta ocasión la máquina es General Electric y no Philips como en la Tomografía Computarizada que me hicieron en abril.
Me da unos tapones para los oídos y espero en el medio de la habitación mientras la técnico de rayos me prepara la camilla. Poco a poco apila piezas, como si de Lego se tratara, sobre la camilla para construir una plataforma en la que me tengo que tumbar boca abajo.
La chica me cuenta que son aproximadamente veinte minutos de prueba en los que me tengo que quedar muy quietecilla, y me invita a subirme a la camilla mientras con el pie me acerca dos escalones de madera que voy a necesitar para alcanzar la camilla. Me abre la bata y yo me subo a la plataforma. La piel desnuda que me recubre las costillas queda en contacto con la superficie mullida de un cojín piramidal que me eleva sobre la camilla. Me ajusto en la plataforma para que mis pechos se introduzcan en una pieza plástica con dos agujeros, de modo que mis tetas quedan suspendidas entre la plataforma y la camilla.
–¿Vas a aguantar todo el tiempo con la mascarilla? Mejor te la quitas, ¿no? Como vas a estar boca abajo no hay problema.
Con mi cabeza dentro de una pieza que sirve de soporte, pruebo a respirar y me doy cuenta de que probablemente la chica tenga razón y que los veinte minutos se me harán muy largos con la doble mascarilla. Me las quito y se las paso.
–¿Qué hago con los brazos? –Le pregunto y ella me los acomoda extendidos sobre la cabeza–.
Por último, la chica me mete en el puño izquierdo una especie de ventosa de goma que tiene la función de timbre por si dentro de la máquina me encuentro mal y quiero parar. Antes de darme el timbre, me aprieta la mano para reconfortarme y me da ánimos. Minutos después la camilla se mueve lentamente hacia el túnel.
¡CLA-CLA-CLA-CLA-CLA!¡PA-PA-PA-PA-PA!¡BIP-BIP-BIP!¡TRA-TRA-TRA-TRA!
Pronto empiezan los estridentes sonidos que se van mezclando unos con otros. A veces el ruido para y de fondo se escucha algo que parece el limpiaparabrisas de un coche, pero pronto los ruidos vuelven al contrataque. Es un imán creando ondas de radiofrecuencia para explorar y ver con claridad en las profundidades de mi carne.
¡CLA-CLA-CLA-CLA-CLA!¡PA-PA-PA-PA-PA!¡BIP-BIP-BIP!¡TRA-TRA-TRA-TRA!
Me quedo muy quietecita e intento meditar para que se me pase rápido el tiempo y mantenerme tranquila. El recuerdo de Samirah anoche llorando en nuestra cama se me cuela en el pensamiento. Ella está asustada por lo que pueda salir en los resultados. Yo también tengo un poco de miedo y creo que estos veinte minutos aquí tumbada no son nada, comparados con la espera que viene para que podamos saber si estos seis meses de tortura han servido para algo o no.